Elvis, la industria de la música y reflexiones en tiempos de cuarentena
Día 1 de cuarentena en Bogotá: Encierro total. Las familias deben elegir a uno de sus miembros para que vaya a comprar alimentos en las tiendas o medicamentos en las farmacias. Los domicilios están disponibles, pero los restaurantes y centros comerciales están cerrados. Hace frío y llueve en Bogotá. Escucho el álbum “Good Times” de Elvis Presley, que hoy cumple 56 años de haber sido lanzado. No es para nada su mejor producción. Nada de rock n roll en este álbum. Gospel, música de alabanza. Se respira mucha calma pero son impredecibles las dimensiones de la tormenta que se avecina. Por mi ventana se ve la calle, llena de charcos. No extrañas el sonido de los autos en la calle. No extrañas el ruido de las personas caminando y hablando. Pero sí echo de menos, por ejemplo, el sonido intermitente del radio del vigilante, que generalmente se alcanzaba a escuchar hasta acá. A veces, sintoniza las noticias. Todo trascurre tranquilamente. Mientras tengas tu comida, tus libros, tu música, tus juegos, tus pinturas, tu televisión, tu equipo de pesas, tu guitarra, tu piano, tus crucigramas, tu familia sana, estás tranquilo en casa. Pero de alguna manera te refugias tanto que “afuera” comienza a adquirir connotaciones peligrosas. Como una dimensión alternativa, que poco a poco comienza a ser una parte más insignificante a de tu realidad. Mientras piensas en esto Elvis canta: “Él dejó el esplendor del cielo para dar su vida por mí… Y si eso no es amor entonces el océano está seco, no hay estrellas en el cielo”… Y ahora tampoco hay gente en las calles.
El principal problema es que el coronavirus, la razón del encierro, no solo se extiende como una maldición a través del fluido de pequeñas partículas de saliva en el aire. Su transmisión es mucho más compleja porque también se despliega en un nivel mental, metafísico, que no genera síntomas en la garganta ni en los pulmones, pero que sí produce como resultado el miedo asociado a una histeria masiva. Este nuevo virus hoy está en cada noticia, en cada conversación que tienes con cualquier persona, en cada evento o situación. Lo más difícil es que para el terror exagerado no existe ninguna vacuna. Y de alguna forma es casi que inevitable sentir el miedo, que se trasmite a un nivel mucho más acelerado que el propio virus.
¿Estamos siendo paranoicos, realmente? La paranoia se define como un trastorno crónico que provoca ansiedad, caracterizado por un sistema complejo de síntomas asociados a la angustia, una noción injustificada de terror, agotamiento, debilidad y un estado delirante persistente que, a pesar de su intensidad, le permite a la persona un nivel considerable de adaptación social. Después de un tiempo prolongado en el cual se manifiestan los síntomas de este trastorno, la persona asume una postura de negación ante la vida y una renuncia irrevocable a los hechos, lo cual genera como resultado alucinaciones y soledad. En un estado de paranoia las cosas no se manifiestan de la misma manera, las percepciones se alteran, las proporciones que miden la racionalidad y lo emocional se confunden, las bases estructurales que soportaban una existencia determinada colapsan, y se produce el caos.
Pero a pesar de que sí hay caos, alteraciones constantes, evidentes trasformaciones sociales y económicas, no estamos siendo paranoicos. Es una respuesta normal ante la presencia de uno de los virus con mayor facilidad de transmisión en la historia. Las medidas preventivas están bien, y hay que seguirlas: todo se conecta con todo y la difusión masiva de un virus que puede no ser tan predecible – debido a su novedad- amerita el desarrollo de estrategias radicales de prevención.
La industria de la música, como todo, se ha visto sumamente afectada. Casi todos los conciertos y festivales están siendo cancelados. Acá en Bogotá, solo por nombrar algunos, se pospuso el festival Estereopicnic -que incluía en el cartel a bandas como Guns N’ Roses, The Strokes y Vampire Weekend-; el concierto de Maroon 5 y de Kiss. Algunas bandas volverán después, otras todavía no han querido agendar nada, pues no se sabe qué va a pasar con el mundo.
De todas formas, hay que recordar que el rock n roll no comenzó a ser popular a través de los conciertos y los festivales. Eso pasó mucho después. A finales de los 50 y comienzos de los 60 el rock n roll se propagaba temerosamente dentro de las casas como uno de los virus más desafiantes, caóticos, sexuales y emocionales en la historia, pues cambiaría no solo el modo de pensar de muchas generaciones sino también de concebir la existencia, de actuar, de reaccionar, de vestir y de expresar el amor.
No hay adjetivos para describir lo que pasaba en las salas de las casas cuando las familias se reunían para ver programas como Stage Show, que mostraba las primeras apariciones en televisión de jóvenes talentos como Elvis Presley. Las familias que se sentaban a cenar, principalmente los más jóvenes, se veían totalmente expuestos al virus que se transmitía a través de los fotogramas televisivos. El contagio se producía a través de un emisor de electrones que no generaba como resultado la tos, pero sí movimientos incontrolados en las extremidades de las chicas y los chicos. Y en medio de la alucinación del virus veían a un Elvis tímido al comienzo, que comenzaba a enloquecer a medida que la música iba creciendo. Se paraba ante el micrófono con su guitarra, abriendo sus piernas a una distancia enorme. No dejaba de moverlas en movimientos casi convulsivos, como nunca antes se había visto. En los solos se aleja del micrófono y sus movimientos son aún más notorios, agita sus brazos y su cabeza, salta de un lado a otro, mientras un coro de mujeres grita desesperadamente como respuesta a cada uno de sus movimientos. Lo que presenciaba el mundo por esos días era una verdadera revolución con un alto nivel de contagio. Desde el centro inquieto, irrefrenable y armónico de la pelvis de Elvis Presley se iba formando una nueva generación. En su delirio sintomático, al otro lado de la pantalla, lo que los jóvenes pedían a gritos era simplemente más vida, más amor, más sexo, más locura, pero sobre todo, más rock n roll
Y no solo en la televisión se propagaba el virus. También se difundía en las habitaciones de los jóvenes que lograban conseguir un vinilo de Chuck Berry, de Bill Haley o de Jerry Lee Lewis, o que a altas horas de la noche, debajo de las cobijas, muy bajito para que sus padres no los descubrieran, podían sintonizar en sus radios las emisoras piratas que ponían el blues y rock n roll. Algunos de estos adolescentes que escuchaban la radio en la noche, como si fuera el peor delito del mundo, se llamaban Paul, George, John, Keith, Mick, Brian. Había muchos otros más que en los años posteriores tendrían la importante misión de seguir transmitiendo el sentido de esta poderosa revolución.
Por eso, en estos momentos en los cuales ya no solo se recomienda el aislamiento como medida preventiva sino como necesidad urgente para salvarnos, valdría la pena volver a aquellas épocas por medio de las cuales la música obtenía nuevos adeptos: el rock n roll no como excusa para la socialización y la pérdida masiva de sentido sino como el acompañante sonorizado de la soledad y la búsqueda profunda de refugio en uno mismo.
Por Alberto Aldana