Iron Maiden en Chile (Estadio Nacional): La magia del legado
No, no importa cuántas veces vengan. No importa si son las mismas canciones durante todo el tour, no importa que los hayas visto la noche anterior o hace 10 años. Iron Maiden siempre, pero siempre se las arregla para volver a reinventarse cada noche, y de paso dejarnos con la adrenalina a full una y otra vez con esta especie de encantamiento épico que se cuela en tu cabeza y espíritu tras salir de cada recinto donde tocan. Ayer, en un repleto Estadio Nacional en el cierre de su gira quedó absolutamente demostrado, el cual apenas abrió sus puertas temprano en la tarde nos hizo captar a fanáticos correr como colibrís todo por estar al frente de las leyendas, en primera fila, de cara a cara con estos seis verdaderos monstruos del rock.
Titulada Legacy of the Beast, la gira es, como explicó Dickinson, una fiesta al servicio de los fans, un set retrospectivo que no muestra canciones nuevas desde 2006 y que documentan de la mejor manera la relevancia de la banda de más de 40 años de trayectoria y la que aún es capaz de sorprender y mantenerse de pie con una energía impresionante convocando estadios llenos y haciendo vibrar desde adolescentes como noveles descubridores de su música, hasta abuelos que crecieron con la inmensidad de sus canciones.
Centrarse en el pasado para este tour ha permitido que la banda desarrolle cada canción dándole personalidad propia, trabajando el arte de forma independiente y manejando muy bien la teatralidad de Dickinson para alcanzar el óptimo resultado del sentido del tour, jugando con la movilidad y destreza instrumental de todos, con cortes como «Aces High», arrancando todo en llamas y con un Royal Air Force sobrevolando el escenario (el avión de guerra que llega precedido de ese reconocible discurso de Winston Churchill que representa el orgullo de las fuerzas aéreas británicas en la Segunda Guerra Mundial), o la epopeya de «Flight of Icarus», que antes del lanzamiento de Legacy of the Beast el año pasado no se había tocado en vivo desde 1986, con un Ícaro gigantesco y con Dickinson expulsando llamas por sus brazos; la mística parada de «Revelations» con unos hermosos vitrales y el mano a mano con un Eddie siempre protagónico en «The Trooper», con el vocalista perdiéndose en el escenario con sus movimientos de lado a lado y sus manos alzándose y relatando corporalmente las canciones todo el show.
Dickinson sigue siendo un líder carismático y entretenido, un hombre que se conserva bien, que le ganó al cáncer, que mantiene un sinfín de actividades y que se encuentra a sus 60 años en uno de los estados más lúcidos que podría pedir cualquier estrella de rock a esa edad. Desde el momento en que sube al escenario hasta el momento en que sale, es una combinación de atleta, actor y maestro de ceremonia, que se compromete con la piel de cada personaje que representa en el drama de cada una de las canciones con un don de ópera rock formidable.
Pero la doncella no es solo el vocalista. Cada miembro se involucra con la multitud a su manera, desde la impronta fundamental del maestro Steve Harris, sosteniendo el bajo con aquella mímica aguerrida de la ametralladora, quien se mueve al constante desfile de sus propias travesuras a la izquierda del escenario y de Janick Gers, que deja girando su guitarra alrededor de su cuerpo o salta por el escenario como un verdadero niño pese a su avejentado semblante, sin dejar de mencionar a Dave Murray quien se da el lujo de inclinarse con una pierna extendida, hablar con el alma cual blusero metalero desde las cuerdas de su guitarra en los heroicos solos y dotar al show con ese inmenso sonido que saca de su Fender Stratocaster, y por supuesto, el que luce mejor las cuerdas de la vitalidad musical de Iron Maiden, Adrian Smith. Ver a los cuatro de las cuerdas juntos en fila como verdaderos hermanos al servicio de «For the Greater Good of God» fue muy simbólico, sin menospreciar para nada la fuerza y animosidad que imprime Nicko McBrain, quien pese a tener una ruda competencia con sus compañeros se las arregla para decir que es otro gran protagonista.
Pero tal cual como habla de sus personajes este concierto en vivo, son las canciones las que no expiran este legado. Uno de los momentos más épicos sin duda fue cuando Dickinson levantó un crucifijo iluminado de gran tamaño durante «Sign of the Cross», el tema que aborda la Inquisición y que saca a relucir uno de los temas que le gusta interpretar del The X Factor (pese a que ha sido uno de los discos donde no participó), junto a «The Clansman» de Virtual XI, precedida con la presentación de Bruce: «Esta es una canción que habla de la libertad y de la lucha de los pueblos», en una de sus contadas intervenciones que incluyó nuevamente elogiar al público chileno y mencionar todos los países reunidos en la noche de acuerdo a banderas identificadas: Escocia, Brasil, Uruguay, Argentina y España, entre otros.
También exploró el escenario con una máscara de plata a la usanza de médicos de la peste negra y sostuvo una linterna durante «Fear of the Dark», que las tropas de fans corearon como si nunca la hubiesen tocado, arengó a la gente al momento de interpretar aquella infaltable y el emblema de su primer disco «Iron Maiden» y huyó de mini explosiones en los momentos finales del show con el fuego del infierno desatado alrededor en «The Number of the Beast» y «Run to the Hills», el apoteósico cierre con todo el Nacional cantando y saltando.
Toda esta energía y espectáculo pasa muy rápido. Iron Maiden entretiene, en ningún momento hay un sentimiento de vacío en sus shows (es más, a veces gustaría tener un superpoder para optimizar la visión y saber lo que pasa en todo momento y en cada rincón del escenario) y también los temas elegidos se preocupan de eso. Es verdad, la banda tiene demasiadas canciones que pudieron haber sido incluidas, pero quejarse de algo como eso ante la magnificencia que evoca cada show de ellos—y este en particular—sería casi un insulto al irrefutable legado de la bestia.
Por Patricio Avendaño R.
Fotos: Jaime Valenzuela, DG Medios