Steven Wilson en Chile: La huella pulcra del cuervo que habló
El historiador cultural Joseph Horowitz decía que “los conjuntos musicales deben ser entendidos como entes artísticos dentro de una comunidad”. Estas palabras, que son una crítica mordaz hacia los ejecutores de música docta, también las podemos utilizar en el mundo del rock, y pareciese ser que encajan perfecto para entender fenómenos actuales dentro de la música popular, como la “retromanía”, la tesis que profesa el crítico Simon Reynolds sobre la masiva vuelta a músicas anteriores por parte de nuestros más aventajados músicos actuales. El multiinstrumentista británico Steven Wilson, a mi modo de ver, desarrolla de envidiable manera estos dos postulados.
Wilson, de carrera conocida como líder en Porcupine Tree, se presentó anoche en un repleto Teatro Caupolicán (entradas agotadas), por segunda vez consecutiva, en marco de la gira de su última producción The Raven That Refused to Sing (Kscope Music, 2012), disco que fue concebido durante la gira anterior, y que si bien es cierto es compuesto íntegramente por él, está pensado para su banda soporte[1], que a modo de definición, podemos decir que son un potente y competente grupo de trabajadores del rock fusión. De izquierda a derecha en el escenario: Nick Beggs en el bajo, Chad Wackerman en la batería, Adam Holzman en los teclados, Theo Travis en vientos y Guthrie Govan en la guitarra; esta es la banda que da el sostén, la identidad y la libertad a Steven para que se desenvuelva como maestro de ceremonia, moviendo sus manos y corriendo descalzo de un lado a otro del escenario, como un niño dirigiendo su música en su habitación. La química que se ve y se escucha es impresionante. Y lo más gratificante de percibir: se ve disfrutar a los músicos en todos sus esfuerzos para que cada nota, cada arreglo, salga perfecto.
Con la puntualidad que suele caracterizar a los ingleses, el show partió a las nueve de la noche en punto. El escenario presentaba un equipo adicional a las luces del recinto capitalino y un telón de fondo (que en la espera mostraba una secuencia de imágenes con el arte de su último disco acompañada de música de otro de sus proyectos: Bass Communion), que sería utilizado para las proyecciones visuales realizadas para retratar el espíritu de varias canciones.
El concierto partió con ‘Luminol”, el track uno del disco nuevo y, quizás, una de sus mejores canciones solistas. Acá es donde Wilson pone en práctica lo dicho al principio: él, al entender la “personalidad” de la banda que lo acompaña y saber lo que quiere su audiencia, compuso una canción extraordinaria de rock progresivo setentero (al viejo estilo de Yes, EL&P o Jethro Tull), el estilo que le es más cómodo, y que en vivo suena tan grandilocuente como en estudio: cambios de tempo, movimientos musicales marcados, los solos de guitarra, los armónicos en teclado, etc..
De inmediato destacaron los instrumentos de viento empleados por Theo Travis (saxofón, clarinete y flauta traversa) y el soberbio bass groove de Nick Beggs, quien le puso teatralidad, pasión –en definitiva rock- a la noche. Este trabajo quirúrgico se sumaba al setlist de la noche que seguía con la melódica y épica ‘Drive Home’ y la potente (y saturada[2]) ‘The Pin Drop’.
Acá, uno se da cuenta del “retroceso” en concepto y ejecución en las nuevas canciones de Wilson. Raven… se compone de seis historias de fantasmas donde mitifica las preocupaciones contemporáneas: la soledad, la alienación y el alejamiento de un mundo transitorio; que están envueltas en arreglos ricos en sofisticación y adornadas con instrumentos de viento y teclados vintage. Esta reminiscencia, que también se puede ver en la forma de abordar el show en vivo (con butacas en cancha, con restricciones para sacar fotografías, pidiendo silencios para que nada se saliera del libreto) no hace otra cosa que heredar el rock progresivo clásico de los 70[3].
Todo esto provoca, entre otras cosas, que uno pueda ver heterogeneidad en el público, de generaciones, costumbres y gustos. Aumenta su target. La interacción de este público se daba en aplausos y algún u otro grito, todo muy controlado por el mismo Wilson. Así pasaron ‘Postcard’, ‘The Holy Drinker’ (con un entregadísimo Nick Beggs ejecutando el chapman stick) y ‘Deform to Form a Star’.
Debo confesar que en la medianía del show, provocó que quién escribe entendiera a los punkies de los 70 y su malestar con este tipo de conciertos. La excesiva perfección, las largas canciones, los meticulosos y “clásicos” pasajes en teclado hacían de éste, un show con poco rock, entendido como ese frenesí, esa catarsis que te da el cantar, saltar y sentir cómo los acordes golpean tu cara. Se gana en ejecución, en sonido (se escuchó de manera perfecta), en comodidad, en visualidad si se quiere, pero se pierde en espíritu libre. La consigna era no perder la compostura.
¿Da un show como este para estar de pie, armar mosh, “headbangear”? Creo que sí. Sobre todo teniendo en cuenta lo que se venía. El momento de inflexión fue cuando baja un segundo telón delante de la banda, justo a mitad del show. El momento de mayor carga pesada. ‘The Watchmaker’ e ‘Index’ nos transportaron a emociones fuertes. La música iba acompañada de visuales que hacían estremecer (si me apuran, con referencias al cine de Luis Buñuel). Canciones realmente brutales, sin exagerar en el golpe de la batería ni en la sobredosis de distorsión. Luego, ‘Insurgentes’ y ‘Harmony Korine’ fueron las invitadas del primer disco, y traer nuevamente la calma pulcra. Un letargo cadencioso, virtuoso, que seguiría con ‘No Part of Me’.
Momento clave fue el de ‘Raider II’. Una misa. Una ceremonia a la cual el mismo Wilson pidió silencio al público, logrando que todo el aforo presente se inmiscuyera (y entendiera) su sensibilidad. Veinticuatro minutos combatiendo codo a codo junto a Steven sus demonios (The night is crawling closer to the action / Your mouth is driving me into distraction, you talk too much / Well, every story needs to have an ending / We might as well give up all this pretending and clear the air). Otra vez, el trabajo de los músicos destaca de manera significativa. Todos haciendo su trabajo y entregando, acorde a las limitantes de no salirse del libreto, lo mejor de su interpretación.
Para finalizar, la tenebrosa ‘The Raven That Refused to Sing’, una pesadilla que parece escrita por Edgar Allan Poe, reforzada con un audiovisual tan oscuro como su letra y la melodía en progresión. Un final perfecto, con cada integrante saliendo del escenario y el tecladista Adam Holzman dando las últimas notas mientras un haz de luz lo iluminaba. Pero Wilson, con la arrogancia propia de un rockstar de su estampa, tenía una sorpresa. Luego del bis, ‘Radioactive Toy’ sería el epílogo elegido. La canción sacada del catálogo de Porcupine Tree (On the Sunday Light…, 1991) fue, lejos, la más coreada de la noche, con el público de pie, casi diría en manifestación para darle un mensaje a Wilson: “amamos a los Porcupine y los queremos ver en vivo”. Steven despidiéndose con cada miembro de la banda mientras aparecían sus nombres en el telón. Abrazo, bandera chilena extendida de por medio y el hasta luego.
Un show bastante limpio, perfecto y emocional. Pensado en cada detalle en su ejecución, desde el mismo Wilson cuando cambiaba la guitarra eléctrica por la acústica y viceversa, o cuando se ponía en los teclados, todo en un orden cronométrico y con un virtuosismo que ya había dado que hablar en su primera visita. Un sonido realmente demoledor, hasta a ratos se hacía chico el espacio del Caupolicán ante tanta majestuosidad desplegada. La interpretación de la banda no deja espacio a dudas: Govan es una trituradora, técnico sin aburrir, tocando sus partes pesadas sin demases y mostrando delicadeza en las partes más tranquilas; lo mismo con Beggs, un bajista con un sonido masivo muscular y una voz agradable (acompañaba a Wilson), actuaba, se creía el cuento, y cuando tenía que destacar, lo hacía como una ametralladora con sus líneas de bajo, sin perder elegancia. Holzman es otro que hizo bien el laburo, sin pomposidad se las arreglo en cada momento para meter cosas medias jazzísticas entre los arreglos; Travis destacó, como siempre lo hacen los ejecutores de instrumentos no tradicionales, y hasta hizo varios solos de clarinete, donde demostró mayor dominio. Y Wackerman, un buen obrero sin desmadres, cargó sus pedales y baquetas para batallar con una muy ajustada precisión los fuegos en las percusiones. El equipo ideal.
Cabe destacar también el esfuerzo de Wilson por aprenderse unas palabras en español, en el primer dialogo con el público: “siempre es un placer venir a esta maravillosa ciudad. Amo a mis fans chilenos”.
Steven, ha escogido levantar la bandera del progresivo setentero en el 2013, y quizás piense, soberbiamente, que nadie más pueda llevarlo a cabo con tanto aplomo y prolijidad (por eso también sus cruzadas remasterizando el catalogo de King Crimson, por ejemplo). Sumando o no, sigue atrayendo a grandes audiencias, y por lo menos el público de anoche salió saciado y extasiado. En fin, una pared de sonidos llenos de pulcritud. Roger Waters, puedes jubilar tranquilo.
Por César Tudela B.